Es difícil poner una pica en Flandes

«Mi vida es un largo viaje» decía Carlos V hace 500 años. En esas palabras yo pensé cuando hace un año me fui a Gante con un billete de vuelta sin la certeza de cuándo usarlo exactamente. Una incertidumbre, yo creo que sana, me llevó a Flandes Oriental.

Me preguntaron por qué había elegido irme a Gante y no miento: tuve que inventarme una excusa. Una vez leí en «Un país por descubrir» que nuestra casa era un lugar del que veníamos pero no el que elegíamos. Yo pensaba en todos esos atardeceres que veía en Salamanca. Nunca llegué a verlos de cerca. Los tapaba con un solo dedo. No tenía tiempo y no tenía ganas. El polvo terminó adornando todos los libros de mi estantería, incluido este, que fue el único libro que decidí llevarme. No me lo traje de vuelta. Ahora que ha pasado un año y que estoy de nuevo asentado, me acuerdo de esas palabras agridulces y sonrío.

Mi año en gante

Me gustó tomarme una cerveza de litro Kwak, me gustó más tomarme tres. Odié haberme tomado tres el día siguiente. Descubrí una parte extranjera de mi mismo y lo mejor de todo es que seguía siendo yo. Hubo estampidas en bici a las cinco de la mañana, despertadores que me anunciaron el almuerzo antes de que mi familia en España desayunase.

Vi muchas flores pero solo corté tres. Me dijeron lo mucho que apreciaban el lugar de dónde yo venía. El idioma, la gentileza y el sol. Me arrepentí un poco de no haberme querido tanto. Aprendí a quererme. Y todavía, prefería hablar inglés con los demás estudiantes, aunque más de una vez hubiera deseado un compañero de piso español. El tiempo en Flandes no mejoró con el sol. El tiempo mejoró cuando conocí a mis amigos. Por ejemplo, cuando hablé por primera vez con Damini, mi amiga de la India. Me dijo que su nombre significaba «tormenta». Comprendí el lado positivo de equivocarse. Abracé los errores. Poco a poco, me entraron unas ganas horribles de ir a Portugal, Alemania o el País Vasco porque eran los lugares donde habían nacido personas maravillosas como Matilde, Gudrun o Raquel. En mi ciudad, Salamanca, una estrella seguía perdida en el cielo y a veces recibía llamadas, también perdidas.

A medida que pasaban los meses, las tortillas de patata iban quedando más sabrosas, más redondas y los huevos rotos eran un plato cada vez menos frecuente. Le expliqué a mi compañero de piso qué eran los garbanzos, nunca los había visto en su vida. En mi apartamento no había reloj, pero creo que mi compañero tenía uno. Estoy seguro de que una de las manecillas suyas se movía según el horario español y la otra tenía un poco de envidia. El aceite dejó de ser un gasto compartido, la dieta mediterránea y la lenteja armuñesa triunfó en la calle Nieuwpoort.

Comenzaron las visitas. Me sentí afortunado. Mi prima, mis tíos, mis primos, mi amigo Javi, mi amiga Laura, mi amiga Patricia y mi madre y mi madrina vinieron a verme. Me gasté más de 200 euros en viajes al aeropuerto. Deberían dar más dinero a los estudiantes que tienen que regar tan a menudo árboles tan altos, o los que necesitan una visita de su propia casa de vez en cuando. Nunca me arrepentí de no haberlas abandonado porque fueron unos días inolvidables. El teléfono, eso sí, lo dejaba en segundo plano.

Cuando no había nada que hacer, Lore me escribía que si quería ir a su piso, todo una cucada, para cenar, cantar o bailar. Sonreír era siempre obligatorio y eso daba cuerda a mis tardes y ahora embellece mis recuerdos. Eva me invitó a Holanda y nos conocimos más. Flore fue la primera persona que hablé en segundo de carrera en Salamanca y en tercero de carrera en Gante. Probamos un espaguetis riquísimos pero nunca aprendí a hacerlos por mi mismo porque se me daba mal cocinar pasta.

En abril celebré mi cumpleaños por primera vez. Yo creo que por eso cumplí 21. Una semana después fue Eurovisión. Lo vi junto con españoles y alemanes. España y Alemania quedaron últimas.

Estuve cinco meses a 50 km de mi mejor amiga Raquel y no nos vimos ni una sola vez. Estuve un minuto hablando con ella por Facebook en julio y nos fuimos a Italia. Fueron días en los que nos tuvimos el uno al otro y eso fue suficiente.

En Gante, y en cualquier año que alguien viaja fuera del nido, empiezan algunas cosas y terminan muchas otras, pero siempre aprendes algo. Yo empecé a salir a correr todos los días cuando el sol se ponía, pero nunca pude llevar una rutina porque cada día atardecía antes y no me daba tiempo. Se me hicieron los días demasiado cortos. A veces era yo, que dejé de tener tanta prisa y cuando ya era de noche, me acordaba de que en España todos mis amigos disfrutaban de un atardecer que yo ya había presenciado, y que no era para tanto. Me iba al apartamento porque al final, ya me sentía como en casa y hacía de mi lectura un buen atardecer. Me empezó a gustar más la historia, el arte, el pasado.

Ahora ya no los tapo con el dedo y en mi estantería estoy buscando un buen libro, aunque sea viejo, aunque sea tarde.